(San Agustín)
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de Ti aquellas cosas que, si no estuviesen en Ti, no existirían.
Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de Ti…
Cuando yo me adhiera a Ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena toda de Ti.
Tú, al que llenas deTi lo elevas, mas, como yo aún no me he llenado de Ti, soy todavía para mí mismo una carga.
Contienden mis alegrías, dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de ser aplaudidas, y no sé de qué parte está la victoria…
¡Ay de mí, señor! ¡Ten misericordia de mí! Contienden también mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé a quién se ha de inclinar el triunfo.
¡Ay de mí, señor! ¡Ten misericordia de mí! Yo no te oculto mis llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, y yo soy miserable…
Pero toda mi esperanza estriba sólo en tu muy grande misericordia.
¡Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras!
San Agustín, Confesiones, libro 10, 26, 37-29, 40
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